Capítulo 1
Me veo en el espejo que esta frente
a mi escritorio mientras escribo esta historia, una historia real que todavía
no sé cuál va a ser el final. No porque no desee inmensamente que sea la gran
historia de amor sino por miedo. Miedo a que no suceda, miedo a que sea una
ilusión mía y de nadie más, pero ¿Por qué no ilusionarme si sé que eso que
sentí fue real?
La diferencia son diez años, diez
sin vernos y siete sin hablar. Sin embargo, nos vamos a volver a ver y tengo
miedo de no sentir eso que sentía con solo verlo, que haya sido una ilusión de
una adolescente romántica que siempre soñaba con ese amor que le hiciera latir
el corazón con fuerzas y haga que el tiempo se detenga.
Si, el tiempo se detuvo cuando lo
conocí y fue cómo si todas las historias de amor que había leído (aunque no
eran muchas) y las películas se hicieran realidad, fue maravilloso y al mismo
tiempo aterrador sentir algo así tan joven. A pesar de esas sensaciones, el
destino nos separó por distintos caminos y, este año en el mes de la primavera
nos íbamos a volver a encontrar.
Fue por eso que viví que comencé a
escribir tan joven y fue por todas mis otras historias de amor frustradas que
deje de hacerlo, porque me dolía que no sea cómo me había imaginado, me
molestaba que siempre tenía que llorar por qué me habían dejado porque no
querían una relación seria o porque me daba cuenta que no sentía nada por la
otra persona.
Es raro, estar acá escribiendo o
empezando a escribir la más maravillosa historia de amor, basada en mi vida,
basada en ese amor de adolescentes que fue suspendido en el tiempo hasta
septiembre.
Cuando uno piensa en el amor, o por lo
menos yo, siempre recuerdo a las novelas románticas de grandes escritoras como
Anna Casanovas o Jane Austin. Ese amor que te hace tener sensaciones
desconocidas y que, al ser tan intensas, te daban pánico porque era irreal.
Yo conocí esas sensaciones a los 15
o 16 años, cuando viajé de vacaciones a un pueblo de mi provincia, a un hotel
que estaba cerca del río y en el que este chico, un año y medio más chico que
yo, ayudaba a su papá a atender la clientela.
No recuerdo que pasaba alrededor mío
cuando lo vi y, supongo que el tampoco, porque el shock de conocernos fue
instantáneo, nos detuvimos de golpe cuándo nuestras miradas se encontraron y eso hizo que el tiempo pase lento, que no exista lo que nos rodeaba, no
recuerdo los sonidos, ni que hizo mi familia mientras nos mirábamos, tampoco sé
cuánto tiempo nos quedamos quietos.
El comenzó a moverse de nuevo, un
poco avergonzado por la situación y yo también, creo que en ese momento mi tío
se reía de lo que había visto y no sé qué hizo mi mamá, nunca le pregunté qué
pensó. Ni siquiera ahora, diez años después, cuando le conté que me iba a
reencontrar con él.
Y sí, siempre había soñado con
volver a verlo, siempre dije que el me podía hacer dudar si estaba a punto de
casarme porque nunca volví a sentir lo que sentí con él. Era como si mi piel se
erizaba con solo tenerlo cerca, me sentía tonta por no poder pensar cuando estábamos
juntos tomando una gaseosa y tampoco paraban de volar las mariposas dentro de
mi panza. Sin embargo, al mismo tiempo, me parecía fascinante poder hablar de
cosas que con nadie más pude hacerlo, filosofar eternamente sobre cosas sin
sentido o hacer apuestas sobre quién comía más aceitunas (cuando los dos
detestábamos comerlas).
Éramos chicos, creo que nadie espera
sentir algo así de adolescente, yo no lo esperaba y seguramente el tampoco.
Pero fue la magia de ese momento y de las próximas veces que nos vimos, lo que
hizo que me generé tanta expectativa y al mismo tiempo miedo por no sentir eso
que una vez fue real.
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